Su cuerpo desnudo estaba envuelto en el calor de la habitación, debajo de aquellas sábanas violetas, la luz del fuego dibujaba su sombra en la pared. Hermosa. Era joven, con curvas tímidas, en un cuerpo que no había llegado a desarrollarse en todo su potencial. Sus ojos, vidriosos, miraban el techo de madera; perdidos y ausentes, con una capa opaca que quería devorarlos, las pupilas dilatadas no querían mostrar esas esmeraldas que un día fueron los ojos más bellos dónde pude reflejarme. Sus labios, entreabiertos y pálidos dejaban escapar un hilillo de oscura sangre; y en la piel de su rostro, pálida, comenzaban a aparecer los primeros signos de putrefacción. El resto del cuerpo no podía verlo. No quería verlo. Descansaba bajo la roñosa sábana.
Su cabello comenzaba a desprenderse, mechones naranjas caían como hojas anunciando el invierno, y su cuerpo estaba frío, frío como el invierno.
En ese momento, sentí el dolor del Otoño, de la perdida. Su pelo: las hojas caídas; su cuerpo: la fría nieve. Deseé devolverla al calor de la primavera, quería ver como aquella bella muchacha florecía; y la regué con mis lágrimas.
Pero el tiempo no puede detenerse, no podemos jugar con él, el calor se transforma en frío, la vida se convierte en muerte, para que así, después de cada ciclo, podamos volver a ver el maravilloso espectáculo que es la vida.
Aquella, apenas una niña, se había encontrado con el manto de la fría muerte quizás a muy temprana edad, y este le anunció que ya era su hora, dejando el mismo día de su trágica muerte, un bebé sin madre.
Su invierno comenzó, y la primavera de su hijo había empezado. Una flor no puedo helarse sin antes florecer.
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